A mediados de los años 90 trabajaba en una céntrica taberna de Medellín granjeándome unos pesos para mis estudios universitarios y Mario Paul era mi jefe. De mirada de toro bravo, cejas de carbón, rostro blanco, espalda ancha y estatura sobresaliente, ese apuesto y serio administrador se robaba las miradas de muchas clientas – y clientecillos- y el respeto de quienes laborábamos con él.