Santander verde
– ¿De qué color es Santander?
-Yo creo que es ocre –me dice Leomar Fuentes, taxista sin tocayo, luego de pensarlo unos segundos y mientras mira las montañas áridas y la raquítica vegetación, cerca del aeropuerto de Palonegro.
Y sí. Desde lejos todas las montañas son azules; eso dicen. También podría decirse que desde la distancia el departamento de Santander es ocre y amarillo. Pero basta ir dejando de mirarlo desde la comodidad de hoteles o vehículos con airecito acondicionado y adentrarse en su geografía arisca, para descubrir que, parodiando al poeta Arturo, también esta tierra está pintada de “verde de todos los colores”.
Santander con sus extensos atractivos turísticos que mezclan un reencuentro con la historia y las maravillas naturales, es el tercer destino de Colombia. Y cuando el visitante cruza su frontera de ingreso surge insistente el lugar común: la invitación a conocer Barichara y el Cañón del Chicamocha: el primero, un pueblo colonial, hermoso pero fosilizado en el tiempo, con sus callecitas empedradas y sus paredes de ladrillo burdo y anaranjado; el segundo, unas paredes rocosas, grises y rojizas que embovedan el río Chicamocha, y forman una depresión que evidencia erosiones milenarias, y que ahora goza de una importante infraestructura. Cañón ese, prueba de la fuerza y la contundencia de la naturaleza, y principal punto de llegada de turistas de aquí y de allí.
Pero del otro lado de la aridez de este sitio, hay tanto más por conocer. Santander también es agua diáfana y flora diversa.

San Gil
– ¿Querés que te diga que es lo mejor de San Gil? No sé. Solo que quien por aquí pasa, aquí se queda.
Lo dice Juan Alberto Rodríguez – contador público y funcionario municipal. Pero lo dicen tantos. San Gil es uno de los pueblos más hermosos y emblemáticos de Santander. Ubicado a 96 kms de Bucaramanga, se encuentra esta población de 70 mil habitantes y setentaytantos sitios interesantes por conocer.
La zona urbana de San Gil –declarada Capital turística de Santander en 2004- se acuesta sobre el filo de una montaña rocosa en la franja derecha del Fonce, un río de aguas verdosas y abundantes, que se descuelga desde los páramos de Curití. San Gil, con sus calles centenarias construidas con piedra sacada de las breñas cercanas y sus tejados de barro y sus paredes de tapia, remite a la historia de este país mucho antes que el mismo existiera. Allí, y en pueblos aledaños como el Socorro y Charalá, a finales del siglo XVIII, se dieron los primeros levantamientos en contra del régimen español que cargaba a punta de impuestos, especialmente a los cultivadores de tabaco. Un par de siglos después, este pueblo de clima templado y saludable, donde ya hay tantos balnearios y modernos centros comerciales, quiere apostarle más a su futuro que a su pasado: jugarle al turismo como motor de su economía.
Y tiene tanto para mostrar. El catálogo de sitios turísticos habla de ocho capillas y templos; y además de una docena de parajes imperdibles. Pero si el viajero no busca lo de siempre, déjese llevar:
-Le voy a dar cinco razones para venir a San Gil: gente amable, variedad de agenda, hoteles, vías de acceso, comida deliciosa –reitera Juan Alberto -. Pero sabe qué: Sangileño que se respete se ha bañado en el pozo Azul.

Pozo Azul
A kilómetro y pucho de la zona urbana de San Gil, en la vía a Bucaramanga, se encuentra este paraje, actualmente administrado por la Alcaldía. El pozo, realmente son varios pozos naturales formados en la quebrada Curití, antes de entregarse en aguas al río Fonce. Esta quebrada de corriente mansa toma el tono verde de los gallinerales, las guaduas, las ceibas y las palmas que lo bordean. Dotado de restaurante, cafetería y parqueadero, es un lugar óptimo para disfrutar de un buen chapuzón, aunque ya chicos más estilizados toman allí clases de kayak.
-A mí lo que me gusta de San Gil es la música que toco en la Casa de la Cultura –dice tan honesto Diego Alejandro Jaramillo, de 12 años mientras tirita de frio y espera para enfundarse en un traje apropiado para el kayak-. Claro que cuando vienen amigos de otros lados los invito aquí, al Pozo Azul.
Llegar al Pozo azul es comenzar a replantear aquello de lo mustio y amarillo de las tierras santandereanas.

Cerro de la Cruz
Del lado izquierdo del río Fonce, queda otro de los referentes obligados de San Gil: el cerro de la Cruz. Ubicado en el barrio Villa Olímpica, se erige esta inmensa cruz de cemento, al final de un sendero de piedra de unos cincuenta metros. Esta allí como testimonio de la fe de este pueblo, (fue erigido por los jesuitas en 1888) pero también parece vigilar febril e insobornable todo lo que ocurre en tierras sangileñas. El cerro de la Cruz es sitio de peregrinación, pero también allá los sentidos se deleitan, en especial los ojos, con esa vista periférica que se tiene de la población; también el olfato y el tacto disfrutan el aire prístino que antes de bajar, se cuela entre los guamos, las guaduas, los caracolíes, en la montaña de la vereda Jovito y Mesetas, que está más arriba.

Parque Gallineral
Sin embargo, el gran orgullo sangileño es su parque Gallineral, ubicado entre la desembocadura de la quebrada Curití y el rio Fonce. Declarada parque natural desde 1985, sus siete hectáreas son policromía de verdes conformada por árboles maderables y ornamentales, entre los que predominan ceibas, higuerones, pata de vaca, castaños, gallineros. El repertorio visual también incluye gran cantidad de orquídeas, bromelias, lirios, y otras plantas con nombres de ingrata recordación como las “sinvergüenzas” y la “lenguae suegra”.
La reserva incluye además dos puentes coloniales: el puente del amor, donde las parejas antes de ingresar piden deseos y a la salida se besan para que se les cumpla –buena excusa-; el otro, el puente que no olvido, en homenaje al compositor Jorge Villamil, que inmortalizó a San Gil en una de sus canciones.
En los últimos tres años, con una inversión de 2.300 millones el Parque Gallineral fue remodelado y gracias a ello cuenta con una piscina de aguas azulosas que no riñen con el entorno, donde el verde de su follaje se funde con el gris de lianas y enredaderas de musgo que penden de “los gallineros” como bufandas deshilachadas.

Curití: cascada de atractivos
Recién amanecía, salí desde San Gil con el fotógrafo Martín González, hacia Curití, una población que se acuesta sobre una explanada fértil, a unos siete kilómetros al este. Su clima es templado y en esta mañana de mayo era agradable y se respiraba liviano.
Curití, cuyo nombre indígena, asociado a los curíes, (especie roedora de comida apetecida en muchas zonas de Colombia), es un pequeño poblado de calles empedradas, tan coloniales y de casas de tejas de barro tan republicanas. Al llegar, resalta su alto templo con su frontis de piedra erguido al cielo desde el siglo XIX. Pero basta llegar hasta su portón de madera para descubrir más adentro un templete, más reciente y de estructura arquitectónica más simple. El parque es amplio, y allá los campesinos salen desde temprano a conversar debajo de las palmeras, los guayacanes morados y los “gallineros” que dominan el cuadrante central.
Curití es un nombre cuya historia está amarada con fique.
-Yo aprendí en mi casa; todos mis mayores tuvieron que ver con esta fibra –nos dijo Nubia Gómez, en su local comercial Angie Palitos, donde vende artesanías de fique. Muñecas, tapetes, mochilas, llaveros; todo lo que la imaginación sueñe aquí tiene en el fique la materia prima para materializarlo. Hasta un espantapájaros, está en el centro del local y su orgullosa administradora, dice que la gente viene y se toma fotografías. Eso dice pero enseguida agrega que sus creaciones en esta fibra natural fueron ganadoras de un concurso en 2014 por lo que fue invitada a Bogotá y pudo mostrar en Expo artesanías, lo mejor de su arte curiteño.

-Sabe qué –dice Nubia tan animada-: voy a darle cuatro razones para venir a mi pueblo: la gente que es muy tratable, el mute, (sopa con verdura, maíz, carne de res o cerdo y tripa), las artesanías y Pescaderito.
Pescaderito, claro. Lo exalta ella. Y está en los catálogos de sitios imperdibles de Curití.
Pescaderito es un pequeño balneario natural, ubicado a cinco minutos del parque central. Sus aguas verdosas llegan después de despeñarse desde las zonas altas de Curití. Es un espectáculo visual, caminar aguas arriba y ver ese manantial tan obsecuente, que no se descarrila de entre el lecho de piedras rojizas y va a morir, represado momentáneamente en un charco, bordeado de rocas, de unos treinta metros de diámetro, donde la gente, y hasta los perros van a bañarse y a jugar un rato en sus aguas templadas y esmeraldinas, tuteladas por un frondoso y verde ficus.
-Vea, yo soy del Huila, trabajé toda mi vida en Bogotá y un día unos sobrinos me trajeron a pasear por acá, y cuando me jubilé, me vine de ese bullicio y aquí vivo feliz.
Dice Cecilia Collazos, mujer gruesa y sonriente, de piel tornasolada, opita de nacimiento, pero Curiteña de corazón, tanto tanto que dice que cuando se fue a pasear donde un hijo en Hamburgo, Alemania, lo único que anhelaba era regresarse para venir caminando desde Curití a bañarse en este rio y jugar con sus perros.

Santander, cascada de atributos naturales
¿Valió la pena venir?
-Claro que sí –dijo el francés Gabriel Courty, mientras elevaba la mirada hacia las rocas, donde el agua al chocar contra ellas se volvía un leve vapor que traslucía los colores del sol en el cenit.
Curití tiene tanto para mostrar. Su gran atractivo no obstante es lacascada de Juan Curí. Pertenece a este municipio, pero su acceso es por San Gil, tomando la vía hacia Charalá. Cuarenta minutos después de que el carro se deslice por una vía bordeada de limoncillos, caracolíes, castaños, palmeras y pataevacas, se llega hasta el sitio. Desde el portón que da ingreso a un estadero, se ve a lo lejos una como línea blanca que interrumpe una inmensa pared verde botella. La impresión que causa a la vista es la más seductora invitación a tomar un sendero de piedra durante unos treinta minutos, y dejarse atrapar por el verdor de estas tierras.
Al visitante lo reciben unos patos y unos gansos y hasta una llama peruana que retoza sobre un pasto verde manzana, donde florecen los guayabos y aletean mariposas amarillas. Al principio el calor abrasa con mil brazos, pero basta irse dejando llevar por el sendero para que la vegetación refresque con su sombra.


Si bien la cascada que se siente rugir en algún lado allá arriba, es el fin del viaje, disfrutar el camino entre caracolíes, cedros, guamos, guayacanes y nogales puede considerarse el fin mismo. La vegetación se va espesando; la luz cada vez se hace escasa y si al principio un concierto estridente de chicharras da el recibimiento, 300 ó 400 metros más arriba, una polifonía de silbidos de pájaros y de animales desconocidos perdidos en la vegetación, es un deleite para los oídos (bueno, también causan alguna inquietud esos ruidos extraños). Eufonía que nos ofrenda generosa esta tierra.
Pero después de disfrutar una media hora de ese sendero empinado, entre un bosque nativo, aparece ante los ojos la Cascada de Juan Curí.
Lo primero que llama la atención es esa inmensa pared rocosa; luego la mirada se fija en esa agua licuada por mil tras ir golpeando tras su descenso, hasta caer en una piscina natural de unos veinte metros de diámetro, ideal para disfrutar un baño. Luego de represarse un momento, el agua sigue “cuesta abajo en su rodada” y se pierde entre la espesa vegetación.
La cascada está dotada de cordeles para que los visitantes puedan practicar torrentismo. (el pago de siete mil pesos de ingreso, da derecho a disfrutarlo a quienes quieran quemar adrenalina, descendiendo los cincuenta metros entre las mismas aguas).
-Valió la pena subir. Completamente, experiencia intensa. Conocí San Gil y he leído sobre una cascada para hacer rapel y ya, me vine. Y aunque está muy arriba, si tocara caminar para volver, pues camino.
Eso dice, mientras se limpia el agua de la cara y deja ver sus profundos ojos verdes, Gabriel Courty, ciudadano francés, para quien lo mejor de esta región son “las chicas, la adrenalina de escalar en roca y el aire”.
Perdida entre la vegetación, la Cascada de Juan Curí, es la manifestación más clara de la armonía de la naturaleza. Sinfonía acompasada entre flora en todas sus tonalidades y el agua que se deja descomponer en sus moléculas para producir este relax, este sidharta momentáneo de quienes hemos tenido la fortuna de conocerla, de disfrutar de sus aguas templadas y diáfanas y saber certeramente que en algún momento –como dijo Courty-: Volveremos.
PEQUEÑOS DETALLES
Los detalles, Memo. Póngale atención a los detalles. En una y otra vez, Mario Paul me insistía: todo lo grande en la vida se consigue con detalles simples.
A mediados de los años 90 trabajaba en una céntrica taberna de Medellín granjeándome unos pesos para mis estudios universitarios y Mario Paul era mi jefe. De mirada de toro bravo, cejas de carbón, rostro blanco, espalda ancha y estatura sobresaliente, ese apuesto y serio administrador se robaba las miradas de muchas clientas – y clientecillos- y el respeto de quienes laborábamos con él.
Yo a él lo admiraba. Y no por su presencia arrolladora y seductora. –aunque cómo la quisiera- sino por su carácter. Mi jefe, de pocas palabras, las justas, miraba a los ojos cuando se le hablaba y escuchaba atento a lo que le decían; no gustaba de chismes al lado de la barra; era puntual en los horarios y honesto a rabiar con las cuentas del negocio. Chico aún, pensaba en mi futuro y me agradaba soñar que podría imitarlo. Qué bueno ser como Mario, me dije muchas veces mientras observaba su comportamiento.

Yo, al contrario, nunca supe qué signifiqué para él. No me trataba como a uno más de los empleados, pero tampoco sé cómo a quién. El, había suspendido en alguna etapa de su vida sus estudios universitarios y, creo que, en mí, desahogaba su frustración: pocas veces hablábamos de clientes, de cuentas o de horarios. Como llegara de la Universidad a enfundarme mi uniforme, me preguntaba por mis estudios, me pedía que le recomendara libros y en algunas ocasiones me hablaba de su familia residente en Bucaramanga, de sus años en el ejército y de su deseo de regresar a la U.
Un día me llamó a la oficina –una mesa de madera y una silla de carey acomodadas en la esquina de una bodega al lado de cajas de gaseosa y de licor desocupadas-. Me pidió que me sentara y le hablara de Periodismo. Como hube de acomodarme al frente, supe en sus ojos que quería hablar sin afanes y entonces me explayé en comentarios. Cuando me silencié, me regaló, para mi honor, una sonrisa y me contó una historia que nunca supe si fue cierta; o si era de él. Qué importaba:
“Imagínese Memo cómo me conseguí mi primer trabajo –empezó a decirme más que con palabras con sus ojos-. Recién salí del ejército, ingresé a la Universidad de Antioquia a estudiar Administración de Empresas. Siempre me gustó y me fue bien en el inicio. Estando allí, me enamoré y dejé la U para casarme. Estaba muy joven es cierto, pero también estaba muy solo pues mi familia vive en otra ciudad. (Mario hizo una pausa y sacó de su billetera una foto amarillenta donde distinguí la imagen de un par de ancianos).

Un día –continuó- apareció un anuncio clasificado para un empleo. Llegué al lugar indicado con mi hoja de vida debajo del brazo y un sartal de ilusiones en mi cabeza. Había mucha gente en el lobby del sitio. Las personas ingresaban por una puerta y en menos de dos minutos salían cabizbajas. ‘así de difícil será la entrevista’, pensaba mientras reparaba lo ordenado que estaba aquel espacio…
Una media hora después ingresé. Cerré la puerta tras de mí y como saludara y entregara la hoja de vida, un hombre muy pulcramente vestido y de gafas oscuras, la puso al lado del escritorio sin prestarle mucha atención.
-Siéntese jovencito- me dijo o me ordenó y empezó a preguntar.
– ¿se dio cuenta de qué color era el vestido de la niña que servía los tintos?
Pensé que era una broma, pero de todas formas le respondí:
-Azul-. La niña tiene un vestido azul claro.
– ¿Y cómo llevaba el cabello? -, siguió bromeando el hombre.
Igualmente, por respeto, le respondí:
-Cogido atrás con una peineta-
-Jovencito, una última pregunta: ¿cuántos carros vio en el parqueadero cuando ingresó? –
-Ocho, señor. Creo que ocho- dije sorprendido y esperando que ahora sí, comenzara la entrevista para el trabajo. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando me dijo:
-Jovencito, el trabajo es suyo; ordene todas sus cosas para que empiece en dos días.
Al tercer día fui a posesionarme como jefe de bodegas. Tres días tuve para organizar todo, pero además fueron más que suficientes para que mi curiosidad aumentara. Por ello, cuando regresé, le pedí al hombre que me recibiera en su despacho.
-Yo tengo una inquietud desde antier- le dije cuando lo tuve enfrente.
-Pregunte tranquilo.
– ¿Por qué motivo me gané el empleo con esa entrevista tan simple?
Mi nuevo jefe se quitó las gafas y de inmediato comenzó a responderme:
-Muy fácil, jovencito; yo soy ciego, y necesito quién esté, de verdad, pendiente de mi empresa”.

PD. Yo nunca supe si esa historia fue real. Lo que sí tengo claro es que una noche de viernes la vida me arrebató a Mario Paul. Él está muerto, pero sus consejos siguen tan vivos en mi memoria.