El Aro, crónica de una cobarde barbarie
Por: Mauricio López
Un día llegó la muerte y expandió su tufo de sangre y formol en ese caserío agrietado en el que siempre parece que es la media tarde: El Aro. Y los sobrevivientes se quedaron a merced del miedo, obligados, algunos, a arrinconarse en la trémula estrechez de sus hogares y, otros, a vagar por los caminos en busca de lecho y agua, que ya ni siquiera el sosiego.
No volvieron a ser felices aquellos que vivieron esos días de terror y zozobra. Se quedaron atrapados en ese espantoso bucle de tiempo, como si el mundo hubiese dejado de girar y ellos, en vez de seguir hacia adelante, estuvieran amarrados a ese oscuro pasado, sujetados por zarzas espinosas y condenados a repetir, una y otra vez, la cobarde matanza.
El olor a muerte sigue allí, impregnado en todos los rincones, enviciando el aire, camuflándose en los raudos vientos que anuncian los aguaceros e interrumpiendo las más simples conversaciones de los habitantes, quienes no pasan un minuto sin que a sus memorias asomen las imágenes de sus familiares y amigos asesinados, y entonces agachan la cabeza y cierran sus bocas y se marchan apesadumbrados a sus casas, o a sus parcelas de tierra donde todavía siembran frijol, plátano o café.

El Aro, igual que la película asiática de terror, así se llama ese amplio pedazo de tierra en el oriente de Ituango, pueblo del Norte antioqueño colgado del Nudo del Paramillo y vecino del departamento de Córdoba. El Aro, como si las personas que nacieron, crecieron y aún viven allí, no tuvieran más remedio que dar vueltas y vueltas sin sentido, hasta que el crepúsculo de la vida les nuble la vista y apague de una vez por todas sus corazones.
Ahora, un 10 de enero de 2021, mientras me dirijo al camino que me alejará del pueblo con rumbo a Medellín, siento esa sombría sensación de no querer mirar hacia atrás, como si temiera encontrarme con el rostro de algún demonio, despidiéndose con una mueca extraviada desde la brumosa distancia.
Hay lugares de los que uno se está yendo y no quiere volver la mirada. No quiere llevarse ese último retrato en la memoria y, si fuera posible, olvidar que se estuvo allí sería lo mejor.
Eso pasa en ese pequeño caserío recóndito en las montañas de la Cordillera Central. No se quiere volver, como no se quiere volver a una tormentosa relación de amor.
Sin embargo, hay quienes se aferran al dolor tan fuertemente como al amor, y hay quienes se aferran a ambos sentimientos como quien se aferra a una liana para no caer a un precipicio. Los actuales habitantes de El Aro son de ese tipo, sobre todo los viejos. Después de haber sido forzosamente desplazados, volvieron allí para reencontrarse con sus muertos, con sus recuerdos, buenos y malos.

Como el hombre que, tras morir, volvió a Comala para reunirse con su padre difunto. Así podría describirse la historia de varios de los sobrevivientes, quienes tras la masacre no volvieron encontrar un lugar al que pudieran llamar hogar y, con sus espíritus destrozados, prefirieron regresar al humillado y violado caserío para buscar regocijo junto a sus finados amigos y familiares.
Hace unas horas estuve allí, parado frente al atrio de la iglesia, y luego recorrí cada esquina de la plaza y me fui a una de las fondas a empujarme una cerveza para alivianar el peso de la mortaja que voluntariamente me había impuesto al ingresar al pueblo.
Sentí que caminaba por sobre un cementerio, y que cada paisano que encontraba en mi camino era un alma en pena deambulando cabizbaja esperando borrar sus pasos. Borrar los pasos de aquella historia imborrable que comenzó el 22 de octubre de 1997, a media mañana, cuando los campesinos apenas habían comenzado a arar la tierra, a destajar la maleza y a preparar la melaza para las bestias.
A esa hora en que los fogones de leña comenzaban a humear el exquisito olor a desayuno con frijoles recalentados, arroz con huevo revuelto, carne de cerdo y espumoso chocolate. A esa hora, en fin, en la que el sol se esparce sobre la espesa selva como un fino rocío, goteando pequeñas burbujas de oro sobre las hojas y las ramas de los árboles.
Ladraban los perros, lloraban los niños mientras sus madres los bañaban con delicadeza y, entonces, sonaron los primeros disparos. Era miércoles.
El primer día
– ¿Escuchó eso don Modesto?
– Sí mijita, son disparos. Parece que la balacera es por lo lados de Mondonuevo, le respondió el anciano jornalero a Miladys, quien preguntaba angustiada.
– Eso es por los lados de la finca de mi mamá, se apresuró a decir la joven, quien para entonces tenía 24 años de edad, y se encerró en su casa mientras se persignaba al vuelo.
Un año antes, junio de 1996, un grupo de paramilitares había ingresado al corregimiento de La Granja, también en Ituango, asesinando a varios de sus habitantes, con el volátil argumento de que eran simpatizantes de la guerrilla.
Fue una de las primeras masacres en esa zona del Norte antioqueño que advirtió y luego denunció el abogado y activista de los derechos humanos Jesús María Valle, oriundo de Ituango.
También él, siendo diputado, había señalado que el próximo objetivo de los esbirros podría ser El Aro, y que era necesario movilizar las fuerzas armadas del gobierno para evitar otra catástrofe. No fue escuchado.
Miladys estaba preocupada por su hermano menor, Wilmar, y fue hasta la cocina para avisarle a su mamá de los disparos. Ese día sólo estaban las mujeres en la casa. Los tres hermanos mayores: Nicolás, Guido y Yuber, estaban arreando ganado y el menor, Wilmar, estaba sembrando frijol.
Doña María Edilma, la mamá, estaba preparando la comida. Miladys atendía a su hijo, un pequeño de tres años; Gema, la segunda en edad, cuidaba de su recién nacida y Diana Maryori, la “niña”, iba y venía apoyando a su madre en todo lo que requiriera. Barría un rincón, trapeaba en otro, pasaba leña, recogía un vaso, pasaba un cucharón.
Sin embargo, al momento de la noticia, todas se quedaron petrificadas, sin saber qué otra cosa hacer más que rezar, así que se pusieron de rodillas frente a la imagen de la Virgen María y oraron.
Entre tanto, don Modesto se encontraba tomando cerveza junto a dos de sus entrañables amigos, Nelson y Rafita, en una de las tiendas de la plaza. De allí los pararon los paramilitares cuando entraron a la cabecera del corregimiento, y a empellones y con insultos los llevaron hasta la plaza.
Cuando pasaron por la casa de Miladys, podían escucharse los gritos y las quejas. También uno que otro disparo al aire; y en los solares revoloteaban las gallinas y chillaban los marranos.
El viento hacía crujir los tejados y los árboles se mecían de un lado a otro como pidiendo auxilio. Y todo aquello era un mismo sonido de dolor, algo como el Trío para piano No. 2, de Franz Schubert, y entonces el sol ya no burbujeaba entre las flores y las hojas, y la selva ya no era ese mar calmo con delfines alados, turpiales de lomo anaranjado o sinsontes con vientres anacarados.
Temblaba la tierra, se descascaraban las casas, zumbaban las balas y el cielo, ese cielo cargado de nubes blancas y gordas que formaban inefables figuras, solo posibles en los sueños de los amantes o en la infinita imaginación de los infantes: ese cielo, de un momento a otro, se oscureció. Era como si el gran hacedor del universo hubiese cerrado sus ojos, quizás por vergüenza, o por impotencia ante la barbarie.

– Caminen hijueputas, caminen. Guerrilleros hijueputas. Cochinos. Basuras comunistas, insultaban los asesinos, mientras don Modesto, Rafita y Nelson intentaban avanzar hacia la plaza sin tropezarse o golpearse contra las paredes.
Los paramilitares los golpeaban con las culatas de los fusiles y los pateaban en las nalgas y en los tobillos.
– Pueblo de hijueputas. Pueblo de guerrilleros. Los vamos a matar a todos. Perros.
La mamá de Miladys se echó a llorar en el piso y sus hijas la abrazaron para calmarla. Joan Sebastián, el niño de tres años, también berreaba en su cuna y su cuerpito era asaltado por espasmos cada vez que escuchaba un grito, un golpeteo de puertas o un balazo.
La recién nacida miraba hacia todos lados y estiraba sus manitas como intentando recuperar el mundo que le habían presentado al salir del vientre de su madre. Sólo escuchaba gritos, llantos y estruendo, ella, que tres meses atrás, había sido recibida con risas, mimos y bendiciones.
A comienzos de los años noventa los paramilitares se habían apostado en las cercanías del Nudo de Paramillo para enfrentar a los frentes guerrilleros que operaban en esa zona. Su misión era acabar con la insurgencia a como diera lugar, para proteger las posesiones de los privados y los millonarios colombianos. Las tomas de pueblos, los saqueos y las masacres, estaban incluidos en la orden de ruta.
La masacre de El Aro, como lo denunció en su momento Jesús María Valle, había sido planeada con meses de antelación, e incluso, la misma población, ya sabía de la posible incursión, pero no les dieron mayor crédito a las advertencias. De otro modo, como hoy día lo acepta Miladys, habrían huido mucho antes.

“Para ser sincera, en el fondo pensamos que eso no era posible, porque la verdad, por allá sí había mucha guerrilla. Creímos que ellos iban a enfrentar a los paramilitares”, expresa la señora.
La guerrilla sí trató de encarar a la patrulla de 120 paramilitares, pero no tuvo la suficiente fuerza para atajar la toma de El Aro. Vencidos, se alejaron del caserío, dejando a los invasores aún más convencidos de la violencia que debían ejercer.
– (Jajajaja). Esos perros querían defender a estas mugres. Y después dicen que no son guerrilla. Todo este pueblo es guerrilla. Ahora van a tener que responder. Cochinos, manifestó colérico Francisco Villalba Hernández, conocido por el alias de ‘Cristian Barreto’, comandante de la incursión.
A Wilmar Restrepo Torres, el hermanito de Miladys, lo mataron después del mediodía. Los asesinos, liderados por alias ‘Júnior’, segundo de ‘Cristian Barreto’, llegaron hasta la finca donde él estaba sembrando frijol junto al señor Alberto Lopera, y a ambos se los llevaron por la fuerza.
El niño tenía tan sólo 14 años de edad, y se puso a llorar sin consuelo. Don Alberto era un señor mayor y trató de calmarlo, pero los paramilitares los apartaron y los obligaron a cargar morrales pesados hasta la plaza del corregimiento.
A medio camino, Wilmar no pudo más y cayó al suelo, fatigado por el jornal y por la carga de sus verdugos.
Le dispararon en una mano y le exigieron continuar el recorrido, pero Wilmar, atacado por el llanto, no pudo.
– Ay patrón, no me vaya a matar, déjeme descansar un ratico-, suplicó entre sollozos, pero ‘Júnior’, incompasivo, empezó a azuzarlo para que siguiera.
– Parate pues malparido, parate, ¿o es que en la guerrilla no te enseñaron a ser hombrecito?
– Yo no soy guerrillero, yo soy agricultor. No me vaya a matar por favor. Lléveme para el atrio, allá está mi mamá. Ella le dice quién soy yo. Lléveme pa’ donde mi mamá por favor. Déjeme ver a mi mamá-, imploró el niño.
– Aj, este hijueputa no va a poder seguir. Termínenlo de matar. Y maten también a ese viejo malparido-, ordenó ‘Júnior’.
Los cuerpos de Wilmar y de Alberto Lopera terminaron en una zanja, junto a otro que previamente había sido puesto allí por otro grupo paramilitar.
Mientras tanto, la familia del niño seguía orando en la casa de El Aro, y Miladys no paraba de pedir que se volaran.
– Tenemos que volarnos mamá, si no, nos van a matar a todas-.
Doña María Edilma, aferrada a su camándula, no quería moverse de la casa por ningún motivo.
– No puedo dejar a mi muchacho, él en cualquier momento aparece, y demás que tiene hambre. Yo no puedo dejar a mi muchacho Miladys, nunca lo dejaré-.
Sonaron más disparos y tocaron con fuerza la puerta.
– Abran, abran guerrilleros. Todos tienen que presentarse en la plaza. Abran hijueputas.

Ninguna se movió de la cocina. Esperaron aterradas a que cesaran los golpes y luego corrieron hasta donde estaban los niños y, abrazadas a ellos, se sentaron en el piso.
Los que tocaban se marcharon y Diana Maryori, quien para entonces tenía 16 años de edad, corrió a la puerta y se asomó por debajo de ella para ver qué pasaba. Lo que vio la desgarró por dentro. Había tres muertos en la calle, y todos eran conocidos.
Volvió en silencio donde las demás y no dijo nada. Miladys tuvo el impulso de abrir para saber qué era, pero poco antes había puesto sobre la entrada un par de bultos de café que le obstaculizaban el paso.
– Por eso fue que no pudieron entrar a patadas, por los bultos de café-, cayó en cuenta.
Asustadas, siguieron atendiendo los menesteres de la cocina y a los niños, pero sabían que no se podían quedar encerradas para siempre. De algún modo, Diana Maryori se escabulló hasta el solar, para mirar si había alguna vía de escape. Se tardó casi media hora y Miladys fue a buscarla. La encontró llorando y con el vestido hecho trizas.
– Qué le pasó hermanita, venga dígame-.
– Me violaron Miladys, me violaron. Uno de esos me vio y se metió al solar con otros dos y me violaron-, chilló la joven.
– Entonces ya deben venir por nosotras, porque la vieron a usted-, pensó Miladys olvidándose por un breve instante de la tragedia de su hermanita. Luego la abrazó, le besó las manos y las mejillas, y la entró a la casa.
No le contaron nada a María Edilma, pero comenzaron a prepararse para ir a la plaza.
– Amá, ya vienen por nosotras. Vieron a Maryori-.
– Ay Dios mío, y Wilmar sin llegar. Protégelo Virgencita-, dijo la señora y se fue a buscar la biblia.
Como había predicho Miladys, los paramilitares volvieron a tocar la puerta 20 minutos después. Para entonces, las cuatro mujeres ya se habían cambiado y habían dado de comer a los niños. También habían retirado los bultos de café, de modo que la puerta pudo abrirse con facilidad.
Las llevaron a todas en fila hasta la plaza y las ubicaron detrás de la estatua de Bolívar. Y sin conocer todavía la suerte de Wilmar, parecía que todas iban de luto. Diana Maryori lloraba bajito y ocultando la cabeza en un chal. Gema cargaba a su niña y Miladys hacía lo mismo con su muchacho. Doña María Edilma seguía orando, como una santa.

Por miedo a otro ataque de la guerrilla, hicieron ingresar a todos los cautivos a la iglesia. Los paramilitares se habían apoderado de todas las instituciones del pueblo: la casa cural, la iglesia, la central telefónica, la alcaldía y la junta de acción comunal.
Al caer la noche, volvieron a sacar a la gente a la plaza. Los formaron en dos grupos. Los hombres a un lado, las mujeres con sus niños al otro. Nadie objetó aquellas órdenes absurdas y, como niños de colegio, hicieron fila y tomaron distancia. La oscuridad lo colmó todo y lejanos disparos se escucharon toda la noche como graznidos de cuervos.
A muchos les permitieron pasar la noche en sus casas y, las Restrepo Torres, gozaron de ese privilegio gracias a sus bebés. Una vez allí, arrumadas las unas contras las otras, se dieron calor.
Aquella primera noche fue demoniaca. Se escuchaban gritos, aullidos, gemidos, disparos, golpeteos de puertas, el crujido de los vidrios al quebrarse y todo tipo de llamados de auxilio.
– Por favor, diosito, auxilio. Sálvame diosito, sálvame. Ay, ay, ay-.
Esa noche violaron a varias mujeres y asesinaron a algunos hombres. También explotaron petardos en marraneras y tiendas, y quemaron casas y cultivos.

Dicen, quienes pudieron ver a los esbirros, que tras cumplir con el primer día de la toma celebraron con licor, cocaína y metanfetaminas. Dicen también que los vieron bebiendo sangre de toro, y que muchos de ellos, borrachos, drogados y excitados por la matanza, comenzaron a mutilar animales domésticos como gatos y perros.
Al día siguiente, cuando las volvieron a llamar a la plaza, Miladys, su madre y sus hermanas volvieron a ver a los muertos del día anterior todavía tirados cerca de la plaza. Ya se estaban pudriendo y algunos gallinazos les arrancaban pedazos de carne. También vieron cerdos corriendo con las tripas saliendo de sus vientres, y a perros con las piernas traseras mutiladas, arrastrarse sobre su trasero en busca de socorro.
Vieron el cadáver de un supuesto guerrillero, con un machete clavado en el pecho y sin los ojos, y vieron también los cuerpos de algunos vecinos, tirados junto a las puertas de sus casas, u obstruyendo el paso por las aceras.
Miladys no podía creer todo aquello y rezaba para que todo fuese una pesadilla. A doña María Edilma le permitieron entrar a la iglesia a rezar, junto a sus otras dos hijas, y entonces la Miladys aprovechó para preguntar por su hermano. Tomó de la mano a John Alexander Palacios, ex compañero de estudio y para entonces profesor del colegio, y le dijo.
– John, acompáñeme a preguntar por Wilmar, vea que mi mamá está que se muere de la angustia-.
Fueron primero a la casa cural, donde estaba apostillado ‘Cristian Barreto’, y preguntaron por el niño.
– Dónde estaba el muchacho-.
– Por lo lados de Mondonuevo, sembrando frijol-.
– Vaya busque a ‘Júnior’, él fue el que entró por ese lado-.
Miladys fue hasta la central telefónica, búnker de ‘Júnior’, e hizo las mismas preguntas.
– A, y dónde estaba el niño, cómo era-.
– Él estaba sembrando frijol, junto a otro señor Alberto Lop…, Miladys no alcanzó a terminar la frase.
– Aaaa, el muchacho que matamos. Aaaa, es lo que lo matamos porque salió corriendo-, contó el miserable y mentiroso asesino.
Miladys sintió que el mundo daba vueltas y se desvaneció. John tuvo que darle agua y cuidarla mientras volvía en sí. Llorando, los dos fueron a buscar a María Edilma y a las demás.
Afuera de la iglesia se encontraron todas. A Miladys le bastaron sus lágrimas para comunicar lo sucedido. Las cuatro mujeres se derrumbaron en la rugosa superficie del Atrio, y juntas eran como las cuatro madres del Cristo, abrazadas en ruego frente al altar de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.
Les prohibieron llorar. “Nadie va a llorar a sus muertos, guerrilleros hijueputas. Y si lloran los matamos, pa’ que lloren en el otro mundo”, les gritaron a las cuatro desoladas mujeres.
Se confundían los brazos y las lágrimas, tan entrelazadas como estaban aquellas mujeres. Una sola fuerza, una llama conjunta de pura resistencia. Lloraron, rebeldes, a pesar de los fusiles.
Tras calmarse, pidieron recoger a su niño, a su niño bendito e inocente. Tampoco se los permitieron.
– Van a ir tres de mis hombres. Ellos lo van a buscar y lo van a traer acá. Luego vemos qué hacemos con él-, dijo uno de los jefes.
Tres mulas partieron para Mondonuevo. Tres mulas con sus respectivos jinetes de la oscuridad. Ya era casi el mediodía, pero hasta el sol parecía apesadumbrado. Olía a sangre por doquier y el viento había cesado de correr entre las ramas. Se había fatigado. No bramaban las quebradas ni cantaban los pájaros. La manigua estaba de luto, pero los asesinos apenas estaban comenzando su oprobio.
Volvieron las mulas y las cuatro mujeres seguían allí, izadas por el honor familiar. Las lágrimas no asomaban a sus mejillas, pero eran un torrencial por dentro. Inundaban el corazón, ahogaban el espíritu.

El niño venía colgando de una de las bestias, amarrado en un rústico plástico y con su manita derecha quebrada por la bala y oscilando en el aire, como saludando. Ellas querían correr a abrazarlo, a ponerlo a buen cobijo de su familia, a quererlo una vez más, a quererlo, aunque ya no apareciera más esa sonrisa grande en su rostro.
– Tan mimadito que era mi niño, tan buen muchacho, tan trabajador. Cómo me lo matan así tan vilmente-, pronunció la mamá sin darse cuenta de la presencia de los asesinos.
– Hay que enterrarlo como Dios manda, y hay que rezarle. Ay mi niño hermoso, ay mi bebé querido-.
Los crueles carniceros paramilitares las dejaron llevar al niño a Puerto Valdivia, para enterrarlo, y ellas lo lavaron y cubrieron con sábanas blancas para llevárselo.
De algún modo, el niño muerto les salvaba la vida, porque ya podían irse de aquel horrible cautiverio. Cuando volvieron a la casa, para recoger lo imprescindible, encontraron todo tirado por el suelo, vuelto añicos o quemado. No dijeron nada, no se quejaron, tomaron algo de ropa y se marcharon.
Ese día salvaron a Edwin Posso, primo de María Edilma y miembro de la Junta de Acción Comunal del corregimiento. Él les prestó las bestias para salir, y se ofreció a guiarlas. El viaje también le salvó la vida a Jaime Lopera, hijo de crianza de María Edilma, y quien tenía la misma edad de Wilmar.
“A Edwin lo iban a matar, pero por prestar las bestias se salvó. Jaime no tenía familia y mamá lo quería mucho, como a un hijo. Ese día, al ver a mi hermanito muerto, lo tomó de la mano y le dijo: ‘usted se viene con nosotros’, y Jaime se fue con ella, en la misma mula”, narra Miladys, como si estuviera reconstruyendo la historia del apóstol Juan con María.
Fue penosa aquella travesía hasta Puerto Valdivia con el niño muerto a lomo de mula. El murmullo del Cauca y los ruidos de la selva eran como plañideras que acompañaban el dolor de la madre y las hermanas. Pasaron hambre y sed, hasta que por fin arribaron a ese otro pueblo arruinado por la guerra, donde tampoco el futuro era prometedor.
Al menos se reencontraron con los hermanos, con Nicolás, Guido y Yuber, quienes también cayeron derrumbados de dolor por el niño acribillado.
– Cobardes, malditos. Son unos malditos-, gritaba Nicolás, el mayor de todos, y quien había fungido como principal benefactor de la familia tras el abandono que sufrieron de su padre cuando eran niños.
Nicolás, que ya se bebía sus traguitos, se volvió alcohólico y comenzó a deambular por las cantinas exigiendo justicia y maldiciendo a los paramilitares. Un día volvió a pueblo y de inmediato le montaron “la perseguidora” y, a los pocos días, cuando salía de hacer compras en una tienda, lo mataron en plena calle.
Un asedio largo y cruel
Aunque Miladys y su familia se fueron para Puerto Valdivia a enterrar a Wilmar, eso no significó el final del asedio paramilitar en El Aro. Los asesinos continuaron allí, violando, matando, mutilando y saqueando.
Durante el segundo día del asedio, el jueves 23 de octubre, se dispusieron a torturar a don Arturo, el dueño de la tienda más importante del pueblo, y quien también era dueño de unas marraneras. Lo acusaron de ser uno de los principales benefactores de la guerrilla y por eso su castigo fue ejemplarizante.
– Usted es un malparido que les da plata y comida a esos comunistas. Usted tiene que pagar por eso. Por ahora, nos va tener que decir nombres-, lo amenazaron.
Don Aurelio era un adulto mayor y, en realidad, no tenía ningún vínculo con la guerrilla. Simplemente no podía decirles que no cuando aparecían, porque podían matarlo. Si le pedían víveres de la tienda no podía negarse, y si le pedían un marrano, tenía que entregarlo.
Sin embargo, los paramilitares no compartían esa lógica porque, según ellos, “un buen patriota tenía que negarse y defender el escudo y la bandera de la patria”.
Así que, como castigo, le saquearon y quemaron la tienda, le quemaron la casa y le volaron las marraneras. Por eso se veían marranos con las tripas colgando corriendo despavoridos por las calles del pueblo.

Luego de dejarlo sin nada, porque también le robaron el ganado que tenía, lo llevaron hasta el limonero que estaba frente al cementerio y allí lo amarraron con cuerdas. Le pusieron una mordaza y le quitaron la ropa.
Todos los días lo golpeaban y lo herían con navajas y cuchillos. No le daban agua ni comida.
En las noches, sus vecinos del pueblo lo escuchaban llorar y quejarse. Gritaba por el dolor de sus heridas y le suplicaba a Dios que acabara con su vida. Fue algo terriblemente cruel.
En el cuarto o quinto día de la toma, don Aurelio falleció. Le habían arrancado los ojos y el corazón. Lo habían torturado todos los días sin descanso. No tuvieron compasión.
A don Modesto también lo mataron y lo dejaron en la calle varios días. El motivo, que uno de sus hijos pertenecía a la guerrilla. También asesinaron a Guillermo Andrés Mendoza, dueño de una cantina donde, según los paramilitares, bebían algunos guerrilleros. Guillermo Andrés les rogó que lo entendieran, que él no podía negarle la entrada a nadie a su negocio.
– Señores, yo no sé quién es guerrillero y quién no. Y no puedo preguntar eso. Tampoco puedo poner un cartel negándoles la entrada, porque me matan o me vuelan el negocio-, les dijo.
– ¿Cómo así que no sabe quién es guerrillero y quién no, eso lo sabe todo el mundo en este pueblucho de mierda?
Los paramilitares se ensañaron con el corregimiento, con cada habitante, con cada animal, con cada casa y edificio. Estaban ebrios de sangre y venganza, estaban embelesados con la violencia, y querían infringirla hasta las últimas consecuencias.
Las mujeres fueron las víctimas preferidas. Las violaban una y otra vez, y a algunas también las asesinaron de la forma más horrenda e inhumana. A Dora Luz Areiza Arroyave, por ejemplo, la secuestraron por varios días, la violaron, la interrogaron y la torturaron, y finalmente la mataron. La partieron en dos y, días después del asedio, las personas encontraron sólo las extremidades inferiores. Decían que, en el pasado, había sido guerrillera, pero luego abandonó la vida en el monte y se puso a trabajar como cualquier civil.
La muerte de Elvia Rosa Areiza Barrera también dejó una marca indeleble de la crueldad y brutalidad de la toma. Durante cuatro días seguidos fue violada por todos los hombres del frente paramilitar. Fue tal el abuso que la descaderaron, y entonces la tiraron al borde de una quebrada, todavía con vida. Cuentan que algunos animales comieron parte de su cuerpo porque cuando fue encontrada, estaba irreconocible.
En las afueras del corregimiento, las autoridades también encontraron costales con restos de animales ya putrefactos. Al parecer, varios de los paramilitares comían carne cruda y bebían sangre. “Estaban endemoniados”, asegura Miladys.
Antes de abandonar El Aro, los criminales fueron hasta el cementerio y profanaron las tumbas. Cambiaron algunos cadáveres y a otros los dejaron expuestos para generar terror. Muchas semanas después de la matanza, la gente seguía encontrándose huesos humanos en las veredas y en medio de los cultivos de plátano o café.
Los mayores de 40 años que todavía viven, no recuerdan lo hermoso que era El Aro antes de la matanza, es como si todos esos amaneceres, todos esos atardeceres y todas esas alegres conversaciones en las cantinas o en las cocinas de las casas nunca hubieran existido. Nunca más volvieron a recordar los amores, los partidos de fútbol o los chicos de billar. En sus memorias sólo quedó espacio para la muerte.

Los paramilitares, antes de irse, se robaron alrededor de 120 reses de ganado y varios objetos valiosos de la iglesia y de las casas de los habitantes. El resto lo quemaron o lo destruyeron a punta de balazos.
Para arrear el ganado robado usaron a varios de los sobrevivientes, a quienes hicieron caminar por el monte durante varios días, y luego los liberaron sin comida ni bebida.
La toma duró 21 días, incluyendo la Noche de Brujas y el Día de los Muertos, porque también la guerra guarda tenebrosas ironías.
Wilmar ya no participaba de esas fiestas y hacía mucho que no le importaban los disfraces o los dulces. Soñaba con comprarse un caballo y tener un hato de vacas para arrear, al igual que sus hermanos mayores. Los días previos a su asesinato, cuando ya daban vueltas los rumores de la posible incursión paramilitar, el niño había manifestado sentirse asustado, y les había pedido a sus hermanas que no lo dejaran dormir solo.
Se despertaba ante cualquier ruido y corría a los brazos de su mamá, y cuando se escuchaban disparos en lo profundo de la selva, se metía bajo la cama donde dormían Miladys, Diana Maryori y Gema.
Los Restrepo Torres han sido siempre una familia modesta. Antes de la matanza tenían la casa del pueblo, un par de hectáreas en Mondonuevo y unas 30 vacas que tenían para la venta de carne en Puerto Valdivia.
La casa era grande, pero apenas tenía cocina, una habitación gigante donde todos compartían el lecho, el sueño y los olores del campo, otra habitación más para bultos y herramientas, y el solar, donde también estaba el baño.
No tenían luz eléctrica porque nadie tenía luz eléctrica antes de la matanza. Cuando era necesaria la luz, le pagaban a Antonio Muñoz, quien tenía un generador en su cantina y compartía la energía eléctrica con sus vecinos, por un precio relativamente módico.
Después del abandono del padre, los hijos mayores: Nicolás y Guido, se hicieron cargo de los gastos del hogar, con ingente esfuerzo. Las mujeres aportaban recogiendo leña, lavando ropas ajenas y preparando almuerzos para los profesores del colegio.
Los sábados y domingos se permitían el lujo de comprar helados en la plaza del corregimiento. A Wilmar le gustaban todos los sabores. Los mayores, pasado el mediodía, iban hasta la tienda de don Aurelio a tomarse algunos aguardientes y, ya entrada la noche, todos se acomodaban en la única habitación y dormían plácidamente entre bostezos, suspiros, estornudos y ronquidos muy familiares.
En la madrugada del 22 de octubre de 1997, el día que comenzó el asedio, Wilmar se levantó tan temprano como sus hermanos mayores, se tomó una aguapanela y se comió una arepa con mantequilla y se alistó para irse a trabajar. Alberto Correa, su ayudante, ya estaba tocando la puerta cuando el niño corrió a pedirle la bendición a la mamá.
– Si pasa algo y no vuelvo, búsquenme en Manzanares, donde mi padrino Gerardo-., dijo el niño.
– No va a pasar nada con el poder de Dios, no va a pasar nada mi niño-, respondió la mamá.

Y en esas palabras pensaba María Edilma cuando llegaron a Puerto Valdivia. Allá los estaban esperando Nicolás, Guido y Yúber. Les tocó dormir en una pieza angosta, con apenas un colchón y sin suficientes cobijas. Tampoco tenían comida. La gente les temía, porque eran sobrevivientes de una toma. Los miraban con recelo, como si fueran leprosos, y muy pocos se atrevieron a hablarles.
– Nos toca quedarnos aquí, hasta que podamos movernos hacia otro lado-, expresó Miladys, quien al día siguiente empezó a buscar trabajo.
Guido les consiguió una casita y algunos muebles, y allá se acomodaron. Miladys comenzó a vender productos de belleza para mujeres y los hombres trabajaron el campo. Poco a poco fueron ajustándose a su nueva realidad, pero el recuerdo de Wilmar era un látigo que los golpeaba todos los días.
Nicolás volvió a El Aro y allí encontró su muerte, y los demás, doblegados por el nuevo dolor, se fueron para Medellín y La Estrella, en el Valle de Aburrá. La familia, por primera vez en la vida, se dispersó, y cada quién hizo su vida como pudo.
Diana Maryori, dueña de íntimas melancolías, se refugió con su mamá, al igual que Gema y su pequeña recién nacida. Miladys se ubicó en el barrio Doce de Octubre de Medellín, con su hijo Joan Sebastián y con otro más formándose en su vientre.
Ni ella ni Gema tenían marido, y Diana Maryori manifestaba muy poco entusiasmo por conseguirse uno. Todas querían imitar a María Edilma, todas querían criar solas a sus hijos. Meses después de la muerte de Nicolás, Guido también se fue para El Aro, y allí continúa, conviviendo con sus fantasmas, con los recuerdos trágicos de ese octubre del 97.
Los demás siguen luchando por sobrevivir, porque la muerte, esa que destrozó la familia, los sigue persiguiendo. En 2005, Miladys volvió a El Aro junto a su hermano Yuber. Ese año, los paramilitares volvieron a entrar al pueblo, pero no mataron a nadie. Ganas no les faltaron. A Yuber le pusieron una pistola en la cabeza porque, supuestamente, se había robado unas bestias. El padrino de Wilmar, Gerardo, intervino para salvarlo.
– Él no se ha robado nada. Él ha estado acá en Manzanares desde hace varios días, trabajando juicioso-.
En ese momento paso una mula sin jinete, rauda hacia algún lugar desconocido. Uno de los paramilitares preguntó.
– ¿Vea, de quién es esa mula? Con una mula así se robaron un ganado ayer-.
– Esa mula es mi hermano Guido, se la robaron hace tres días-.
– Muy conveniente todo-, dijo el jefe de los matones antes de ordenar que los dejaran tranquilos.
– Guido, Yuber, Miladys. Yo los conozco a todos. Se salvaron de la toma del 97, pero no crean que los hemos dejado de vigilar-, amenazó el esbirro.
La masacre de El Aro fue advertida con angustiosa insistencia por parte de Jesús María Valle Jaramillo. El abogado se comunicó con la prensa y encendió las alertas con mucha anticipación en los entes de control. Nadie le hizo caso. Tras consumarse la barbarie, Valle Jaramillo señaló a los posibles culpables y denunció al gobierno departamental por su negligencia, por su desdén para defender a la población de El Aro. Sus potentes palabras fueron acalladas cuatro meses después de la masacre, cuando las balas de los sicarios lo alcanzaron en una esquina del centro de Medellín, el 27 de febrero de 1998.
Antes de la masacre, Ituango había llorado 150 muertos en apenas cinco años, y en Antioquia se habían perpetrado 37 masacres entre 1993 y 1995, con un saldo de 257 muertos. Los grupos de seguridad privada, Convivir, pululaban en todo el departamento, patrocinados por los gremios ganaderos y por el entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, quien durante su mandato autorizó la creación de 83 de estos grupos en tan sólo dos años, 1995-1997.
Todo eso lo denunció, con pruebas, el defensor de derechos humanos Jesús María Valle Jaramillo, hasta que lo mataron y su espíritu se unió a esa larga fila de víctimas de la cobarde barbarie.
El Aro quedó desolado. La mayoría de sus habitantes huyo hacia otros lugares, y hasta los animales participaron del luto colectivo de ese corregimiento que, de un momento a otro, se convirtió en sepulcro.

Cuando me iba, hace apenas unas cuantas horas, vi a varios campesinos sembrando la tierra y arreando ganado. Lo arrean camino de Puerto Valdivia y Yarumal, y lo arrean, también, hasta los vastos latifundios de Córdoba. Avanzan transpuestos a través de la cordillera, con las vacas enfiladas y cabizbajas, como si supieran la suerte que les espera en los mataderos.
Los que eran niños durante la masacre ahora son adultos, y recuerdan todo aquello como una lejana pesadilla. Pero el olor a muerte sigue ahí, impregnado en cada camino, en cada esquina del caserío, en el cual poco ha cambiado desde entonces. Las casas se reconstruyeron, pero todavía hay huellas de las balas que las derrumbaron. El Bolívar de la plaza sigue en pie, como testigo mudo e impotente de aquellos macabros eventos.
El limonero que custodiaba el cementerio se secó, y el mango que estaba en la entrada del pueblo y que era el orgullo de los habitantes, también murió.
Sólo hay una gigantesca cruz como símbolo de lo que pasó, una cruz que los habitantes de El Aro, atorados en ese eterno bucle de sufrimiento y luto perpetuo, ven como una advertencia de muerte.
“Al primero que se queje, lo crucificamos”.
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Préstame tus ojos
Reseña
Ciegos viendo fútbol, otros jugando; peleas de perros; visita a connotados artistas como también a otros desconocidos; festivales de rock y vajillas fabricadas a mano; números de lotería aparecidos en las escamas de peces; cantantes de tango que nunca murieron y habitantes de la calle resucitados….
Estas son alguna de las historias de la antología Préstame tus ojos, de Carlos Mario Correa que recién llega a su segunda edición y que recoge muchas miradas sobre la Medellín y la Antioquia de finales del siglo XX e inicios del XXI.
La obra es una antología de crónicas y reportajes escritos por Carlos Mario Correa, periodista y profesor universitario, durante sus años como reportero del periódico El Espectador y otros realizados para su Maestría en Periodismo Investigativo de la Universidad de Antioquia, y que hablan de esa época bisagra entre dos siglos, en un momento en que el narcotráfico y el conflicto armado colmaban el interés nacional. Claro que, si bien estos dos asuntos son el telón de fondo, encima resalta la presencia de personajes importantes y anodinos de Medellín y de Antioquia.

Los años noventa han sido contados y recogidos, principalmente en obras periodísticas como Medellín es Así, de Ricardo Aricapa y Sentir que es un soplo la vida, de Juan José Hoyos. Préstame tus ojos, a través de la mirada noble y al tiempo aguda de Correa Soto, es una obra que bien podría ser la tercera parte de ese trípode para tratar de entender una ciudad y un departamento paradójicos, al tiempo viviendo sombras y zozobras y apuestas por el arte y por la Vida.
La selección de los textos y la edición estuvo a cargo del periodista e historiador Guillermo Zuluaga Ceballos, y en su carátula está la obra Mercado popular en la calle, –que también es una crónica urbana más-del artista Jorge Zapata.
Préstame tus ojos es la primera obra del sello Historias de Asfalto, que pretende dar a conocer obras periodísticas y relatos de no ficción, de autores que han dedicado sus esfuerzos a caminar y a escuchar y luego dar cuenta de ellos en sus escritos.

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24 Negro, un libro necesario
Por Ricardo Aricapa
Periodísticamente con Guillermo Zuluaga me hermana el hecho de que ambos aramos y cultivamos en la misma parcela, en la parcela de la crónica, llamada ostentosamente el género mayor del periodismo. Yo no lo llamo taxativamente así. Me parece que todos los géneros del periodismo son mayores cuando están bien hechos. Lo llamaría un género distinto, que tiene otros límites y goza de otras licencias para dar cuenta de la realidad que en suerte nos toca vivir, que es esencialmente la tarea de todo periodista.
Con Guillermo Zuluaga también me hermana el hecho de que ambos nos sumergimos en el mismo tema: el conflicto armado colombiano, inmersión de la que salieron dos libros: “Comuna 13, crónica de una guerra urbana”, en el caso mío, y “24 negro”, en el caso de Guillermo, libro que ahora, con su segunda edición, tiene una segunda oportunidad sobre la tierra. Y una segunda edición siempre es un buen síntoma, indica que es un libro necesario, que no se escribió en vano.
Aparte de ser un género distinto, la crónica es inclasificable. Su meridiano pasa por el camino del medio entre el periodismo y la literatura. Es una especie de ornitorrinco, como con acierto lo definió el cronista y escritor mexicano, Juan Villoro. Un género que tiene la obligación de hurgar más allá de la simple información, escarbar en los hechos desde diferentes puntos de vista, un género que disecciona e interpreta los hechos a fin de que el lector comprenda mejor; un género que, además, penetra en las motivaciones humanas, en el alma y el corazón de los protagonistas de los hechos, que es, a mi modo de ver, el valor principal de la crónica periodística.
Ese hurgar y ese escarbar es justamente lo que hizo Guillermo Zuluaga con “24 negro”, y eso hay que agradecérselo. Siempre hay que agradecer y aplaudir al periodista que asume con el suficiente tino y responsabilidad la investigación y la escritura de una crónica periodística, y más tratándose del tema que Guillermo aborda visceralmente: el conflicto armado en Colombia, específicamente en Antioquia, lo que no es un detalle menor.
Este departamento, como dicen los campesinos, es la pepa de la guama del conflicto que ha ensangrentado y amargado las últimas cuatro décadas en Colombia. Si bien en tiempos ya remotos Antioquia fue cuna del empresarismo y el emprendimiento industrial, durante las últimas cuatro décadas ha fermentado dos de los fenómenos más impactantes y determinantes en nuestra historia contemporánea. Uno es el negocio del tráfico de la cocaína, y el otro es su correlato armado: el paramilitarismo. En Antioquia nacieron e hicieron metástasis estos dos cancerosos tumores, que, junto con la corrupción y la degradación de la clase política, son los atascos mayores en el camino de la construcción de una sociedad viable, más igualitaria, para encontrar nuestro destino como nación.
“24 Negro” aborda de frente la enorme tragedia que representó el conflicto armado en el oriente de Antioquia, y lo aborda desde la orilla de las víctimas, un valor adicional de este libro, que se revela útil en el momento actual, dedicados como estamos a tratar de entender qué nos pasó, cómo podemos salir del hueco, y lo más importante: qué hacer para no repetirlo.
“Violencia” es una palabra fuerte, desafortunadamente familiar en el vocabulario de Colombia, un país que en sus dos siglos de vida como república prácticamente no ha gozado de ningún periodo de paz. Pero violencia es una palabra hueca cuando no se llena de contenido, o sea, de sentimiento y humanidad. Y ahí están las crónicas de Guillermo para llenar de contenido la tragedia de la violencia a través del testimonio de las víctimas, no del relato de los victimarios.

En el prólogo que Gilmer Mesa escribió para la segunda edición de “24 negro”, llama a este un libro “malo”, en el sentido de que fuera mejor que no existiera. Pero se tuvo que escribir, porque era necesario escribirlo, para que los hechos que escruta y denuncia no quedaren cubiertos por el manto del anonimato. Son realidades que es necesario contar.
En palabras de Gilmer Mesa en su prólogo, es un libro que intenta nombrar lo innombrable y darle voz a los muertos que la perdieron, denunciar el dolor de los maltratados y los perseguidos; un libro molesto, maluco, incómodo, un recuerdo que la memoria quisiera esquivar. En 24 negro, “fluye la sangre del amigo, la del hijo, la del campesino, la del combatiente, sangre indistinta que nos debería emparentar, pero que, por la siniestra paradoja que entraña nuestra realidad, nos aparta, nos divide como un río bermejo y hostil”.
La sangre de doña Rubiela, de Aldemar, del malabarista, de Juan Camilo y Magali, de Elkin “Guaro” Guarín, lo mismo que la de Bernardo y Liliana. Esos son los nombres de los muertos que desfilan por las páginas de este libro, la cosecha roja de los grupos armados que a sangre y fuego disputaron el territorio del oriente antioqueño, incluido el fuego de las fuerzas armadas oficiales y su rosario de falsos positivos. Prácticamente ningún municipio quedó por fuera del mapa de la violencia y el baño de sangre. Cocorná, Granada, San Carlos, San Vicente Ferrer, San Luis, San Rafael… El oriente antioqueño está sembrado de pueblos con nombres de santos.
El texto que le da el título al libro, es, casualmente, una crónica macabramente decembrina, navideña. Ocurrió en San Vicente Ferrer en vísperas de la nochebuena, del 24 de diciembre, noche en que ocho campesinos fueron ultimados por error, según la confesión que después hicieron los asesinos. Una masacre de ocho personas fruto de un error, hágame el favor; un exabrupto que solo ocurre en una violencia degradada en grado superior, como la que azotó y sigue azotando nuestro país; un exabrupto que ofrende la inteligencia y la sensibilidad humanas. ¡Cómo puede ocurrir semejante brutalidad!
Una brutalidad que gracias al trabajo de Guillermo Zuluaga en este libro no ha quedado en el olvido, se rescató para el juicio de la justicia y de la historia. Y para que, ojalá, no se repita. Las de este libro son palabras que construyen memoria y restituyen el nombre, el rostro y la identidad de las víctimas. Y no solo eso: también desentraña sus vidas particulares, sus afectos, sus familiares y vecinos, y revela las marcas que en estos dejó el rosario de muertos.
Uno después de leer este libro puede que no quede transformado, pero si queda con más elementos de juicio para interpretar y entender la tragedia del conflicto armado en el oriente antioqueño.